Resulta difícil determinar hoy, genéricamente, cuál es el campo de la izquierda por lo que se refiere a la problemática social y económica de la sociedad – la nuestra y las restantes -. A lo largo de doscientos años, la izquierda se ha construido alrededor de una visión del mundo que actualmente no parece muy “practicable”. Esta visión ofrece dos manifestaciones. La primera ha abandonado hace tiempo la idea de un verdadero cambio y toda intención de contribuir a la creación de una estructura de poder diferente, alternativa, y ha practicado sustancialmente la misma política que la derecha, basada en el predominio del mercado por encima del trabajo, en el clientelismo, la privacidad – el “aparato” como propietario de las ideas – y un compromiso genérico con el bienestar. La otra manifestación de la izquierda debate internamente cómo construir y estimular la acción política lejos de las desviaciones practicadas por la primera. Y, nada más, salvo sus incursiones en el ecologismo. Es decir, está igualmente alejada de la sociedad y no encuentra la manera de articular un pensamiento y un discurso que contribuya a armar ideológicamente a la población. [En el primer caso, es sintomática la pérdida de credibilidad social y política del partido que ha representado la socialdemocracia en España: “El PSOE ha perdido tota autoridad moral entre la población, y como es natural, nadie lo ve como punto de referencia en las primeras manifestaciones de reactivación de la oposición social” (en A. Domènech, G. Buster y D. Raventós (2012) Reino de España: bienvenidos al cuatrienio negro, www.sinpermiso.info)].
En palabras de Paolo Flores d’Arcais (La sinistra presa sul serio, MicroMega, 8/2011), la política – en este caso, la de la izquierda - se ha convertido, doblemente, en un hecho privado: “está privatizada, en cuanto que ha sido secuestrada monopolísticamente por un colectivo de políticos de plantilla […] y ha sido sustraída al ciudadano…”. Este tipo de actuación ha comportado un abandono masivo de la militancia, ha desarmado a la sociedad más consciente y ha empujado a la población a la más absoluta pasividad, convirtiendo a los electores en clientes pasivos. Ni tan siquiera los ciudadanos militantes de los partidos tienen posibilidad alguna de cambiarlos desde dentro. Las nomenclaturas controlan los partidos-máquinas.
Aunque he aportado anteriormente, en este mismo blog (2009, 2010, 2011, 2012), otras reflexiones sobre la Izquierda, quiero volver sobre el tema a fuer de resultar pesado. Considero que argumentar y profundizar en la misma idea es la única manera de concienciarnos a cerca de la necesidad y urgencia de pensar y actuar políticamente. Si aún puede darse un pensamiento y una acción, si aún puede existir una radicalidad en la Izquierda, ésta consiste en aportar ideología a las personas para que salgamos de la pasividad, de manera que seamos capaces de actuar y de ser actores de nuestra existencia.
Creo que es necesario desarrollar una estrategia política que impulse a las personas a luchar por la justicia social. Pero, para hacer esto, es imprescindible que la Izquierda acepte llevar a cabo algo que, ciertamente, no es fácil: pensar en la política no en términos de campaña electoral, algo que se hace cada cuatro años, sino como un reto y un esfuerzo diario para reconstruir el tejido social. Lo otro es una trampa engañabobos – comenzando por sí misma -. A la vez, la Izquierda debe ser capaz de reformular su pensamiento no desde la óptica del consenso, sino del conflicto: el conflicto social. Es absurdo querer convencer a todos, desde el gran empresario al obrero, desde el obispo al creyente, de que su proyecto es válido lo mismo para unos que para otros. La Izquierda ha de reconstruir el pensamiento del conflicto.
Considero, también, que el conflicto de clase ha sido superado y que debe plantearse el “conflicto sectorial”. Hoy nos encontramos con un conflicto múltiple generado en sectores diversos de la sociedad, que tienen proyectos diferentes, pero que todos ellos se ven aplastados por el dogma neoliberal. La Izquierda debería abandonar la idea de “la clase” y aceptar la multiplicidad. Así, reconstruir el pensamiento del conflicto supone reconocer que no existe una única lucha, sino diferentes luchas que han de concurrir en un mismo objetivo: la justicia social.
Para alcanzar la justicia social hay que recoger de y aportar ideas a múltiples colectivos, grupos, asociaciones. Diluida la diferencia entre lo social y lo político, no es posible querer, caiga quien caiga, canalizar y disciplinar la actividad social, ciudadana. Hoy, más que nunca, es necesario abandonar liderazgos, personalismos, individualidades.
Existe, actualmente, una base social que no cree en la política. Las formas de “pertenencia” son muy elásticas, aunque concurren referentes comunes: unas veces se trata de los recortes en sanidad y educación, otras de los abusos cometidos por la usura bancaria, otras de la “dación en pago” o de otro tipo de injusticias. Sin embargo, no hay un sistema coherente y estructurado de referencia. Los movimientos, como el de los Indignados son movimientos de gran importancia no muy diferentes a aquellos que se generaban hace treinta y cuarenta años, organizados ad hoc de manera transitoria y que se focalizaban – se focalizan – con la finalidad de generar movilizaciones demostrativas del malestar y el descontento. Ciertamente, estas acciones sirven para agitar a la opinión pública pero no necesariamente tienen una eficacia práctica, aunque pueden tener un gran impacto simbólico. Son formas de movilización generalmente transitorias, que se transforman con bastante facilidad, son dúctiles, de manera que no responden a los criterios tradicionales de los partidos políticos, más habituados a las estáticas y dogmáticas campañas electorales.
Pese a ello, en nuestro actual sistema político, la estructura partidaria es ineludible para la acción política, por ello, la Izquierda para volver a ser digna de su nombre ha de reinventarse, ha de volver a nacer, ha de utilizar de nuevo un lenguaje y una manera de hacer que deje claro quién es y dónde está el enemigo. Sí, el enemigo. El miedo actual de la Izquierda a hablar claramente “del otro” la va reduciendo a una mera vaguedad, mientras aquél, acusando de todos los males a la Izquierda, no tiene pelos en la lengua, miente, manipula, explota, sojuzga, expropia derechos y oprime. La Izquierda ha de dejar de practicar, por un lado, lo que se llama una “política útil” - posición, cuanto menos, ridícula dado que solo sirve para apoyar la acción de la derecha – y, por otro, una política corta de miras, flotante, limitada a “mantener las conquistas”. La Izquierda ha de volver a los principios de solidaridad, internacionalismo, ética, moral, justicia distributiva, racionalismo, socialismo…
La Izquierda debe desenmascarar la lógica del capital que encierran todas las acciones del gobierno de la derecha y desarrollar, de una vez por todas, una oposición dura frente al único enemigo. Para ello, recuperando el espíritu italiano de Enrico Belinguer (años setenta del pasado siglo), dentro de la izquierda, por supuesto, se precisa un pacto de salida a la situación grave y enconada de descomposición institucional y de desmoronamiento socioeconómico que representa la derecha. Por ello, la Izquierda debe luchar activamente en defensa de los derechos sociales y de la democracia teniendo presente que, donde no existen o sobreviven malheridos, los derechos sociales y una democracia mejor son siempre objetivos revolucionarios.