La deserción escolar está de moda en nuestro país. Cualquier articulista o tertuliano habitual que se precie, aprovecha la más mínima ocasión para manifestarse sobre el tema y cargar contra “la escuela”. Hasta los no habituales y preciados nos atrevemos a “decir la nuestra”.
Según los datos que ofrece el Ministerio de Educación y Universidades, desde el curso 1999-2000, que marca el inicio de la ESO, la tasa bruta de población que obtiene el graduado en Secundaria se ha movido entre el 73% (1999-2000) y el 69,2% (2005-2006 – último disponible-). Es cierto que ha descendido el porcentaje anual de graduados, pero también es cierto que ya hace 10 años existía el mismo problema, aunque en menor grado. No se trata, pues, de un fenómeno nuevo, sino más bien de una preocupación nueva.
Dejemos las estadísticas en este punto y reflexionemos sobre el problema y las posibles soluciones. Empecemos por definir el fracaso escolar y delimitar quién fracasa.
Convengamos que fracaso escolar significa bien que determinado número de alumnos abandona el camino marcado por la escuela, bien que otro buen número de alumnos no supera el listón que permite conseguir una determinada graduación escolar. Podemos entender también por fracaso escolar que el sistema educativo naufraga con determinado número de alumnos a los que no consigue acompañar y guiar adecuadamente hasta la meta de la graduación. Sin embargo, aquí vamos a entender que el fracaso escolar es un fenómeno social, propio de una sociedad que, entendida en su sentido más amplio (desde las instituciones hasta el núcleo familiar, cualquiera que éste sea, y el individuo), no sabe transmitir a sus miembros que el éxito en la escuela es un condicionante para la inserción social y laboral de las personas y un instrumento para la cohesión social.
En época de vacas gordas, cuando el mercado absorbe toda mano de obra, cualificada o no, la gravedad del fenómeno “fracaso escolar” puede resultar menos llamativa, aunque no deja de serlo el hecho de que, en el caso español, los resultados escolares demuestren, en todas las etapas educativas (secuelas del PISA, bajo porcentaje de graduados medios, alto nivel de abandono universitario…), la ineficacia de nuestro sistema en lo que afecta a los jóvenes de 16 a 24 años.
¿Dónde está, pues, la raíz del problema? La cuestión va más allá y es más grave que el hecho de fracasar escolarmente. Creemos que, pese a las bienintencionadas y solemnes declaraciones de políticos, empresarios, sindicalistas, investigadores y pensadores varios, en realidad la escuela – la cualificación – no es percibida realmente como una necesidad para la inserción social y profesional.
Institucionalmente, se da prioridad a la cantidad, a la escolarización, bajo una sola premisa efectiva: hay que elevar el nivel mínimo de formación para dar respuesta a las demandas de la economía y, más concretamente, de la empresa. El objetivo de cohesión social es más un argumento, cuando no una excusa, que una premisa. Además, el hecho educativo acaba siendo una idea confusa y etérea cuando la administración educativa habla de calidad, seguimiento, control, recursos…, y sobre todo cuando eleva el listón hasta la excelencia, que acaba convirtiéndose en un juicio moral. Está en manos de las instituciones educativas poner fin a la diversidad anárquica de prácticas pedagógicas y a la falta de recursos didácticos.
El profesorado se siente, habitualmente, solo en la lucha por acabar con el fracaso. La gestión del aula se convierte en una tarea cada vez más difícil. El informe TALIS (Teaching and Learning International Survey, 2009) de la OCDE dice que en España los profesores pierden un 16% del tiempo de clase manteniendo el orden. Ahí está su principal soledad. Ahora bien, es cierto que buena parte del profesorado carece de los principios de adaptabilidad y de flexibilidad que requiere la acción educativa, y se dedica más a dar información que a propiciar una reconstrucción crítica del conocimiento. Sin embargo, también es cierto que no tiene a su disposición los recursos necesarios para identificar las fortalezas y necesidades particulares de cada alumno y para poner en práctica, si fuese necesario, planes de intervención educativa personalizados o para derivar a planes de servicios asistenciales al alumnado que los necesita. Por otro lado, el trabajo en la educación requiere, además del saber científico específico, un buen bagaje de conocimientos sobre psicología y sociología, sobre teorías de los sistemas educativos y de procesos de aprendizaje. Formación, en fin.
El empresariado exige cualificación (títulos, más bien) sin, por un lado, ser capaz de definir, la mayor parte de las veces, de qué está hablando y qué necesita, y, por otro lado, sin responder al saber que los individuos le aportan con un reconocimiento salarial y con unas condiciones laborales adecuadas. Además, en un sistema productivo como el español basado en mano de obra intensiva y de baja cualificación, tampoco se incentiva a los jóvenes a seguir formándose. La mayor parte de las veces los recursos humanos son para el empresario un simple coste más, no un activo estratégico. La formación, la cualificación, se convierte así en una cuestión periférica al sistema productivo.
La sociedad, la familia y el individuo priman valores como la imagen pública y la “noticiabilidad” frente al conocimiento. El homo videns y sondeodependiente de Giovanni Sartori es un individuo aislado que al actuar se transforma en una masa homogénea, con una mente empequeñecida, fabricándose así lo que el mismo denomina el “proletariado intelectual”, el individuo sin ninguna consistencia. La anorexia educativa de la sociedad, en resumen.
Ante este panorama, la escuela se encuentra en soledad y se mueve entre el ser y el no ser, entre transmitir unos valores que no se encuentran generalizados en la sociedad (disciplina, autocontrol, esfuerzo, espíritu de sacrificio y de trabajo, saber y racionar, tolerancia…) y la neutralidad mal entendida.
Así pues, ¿qué hacer? ¿Trabajar por devolver al mismo sistema a los jóvenes sin éxito escolar? ¿Flexibilizar el sistema hasta llegar a la liquefacción? Entre otras muchas soluciones posibles, tal vez estaría bien explorar dos vías para empezar a caminar.
Luchar desde todos los sectores implicados para prevenir en origen el abandono, el fracaso. En una sociedad del conocimiento – hecho ineludible – la estratificación social está cada vez más basada en los límites de los que tienen y no tienen la cualificación necesaria. Por ello, sería conveniente abordar las modalidades del fracaso escolar, conocer su proceso, origen y desarrollo, y aplicar soluciones alternativas con el solo objetivo de resituar al individuo en la vía de acceso al saber y ayudarle a ubicar y, si cabe, restaurar la propia imagen.
Garantizar un sistema de orientación basado en interacciones entre escuela y familia, cuyo núcleo duro esté formado por un proceso acción-seguimiento-retroalimentación, caracterizado por la única lógica educativa de estructurar y aumentar el nivel de cualificación de los individuos para dotarlos de capital humano e intelectual, cuyos efectos se prolonguen más allá de la escolaridad y repercutan en su vida activa. Dicho más llanamente, un sistema de orientación articulado entre escuela y familia, destinado a informar, aconsejar, acompañar y ayudar a encontrar soluciones que permitan al joven estudiante realizar el proyecto formativo y de vida que él debe ir construyendo progresivamente.