Antonio
Gramsci, aquel teórico marxista en quien se conjugó el pesimismo de la
inteligencia con el optimismo de la voluntad, escribió, desde la cárcel, una
carta a su mujer en la que decía: “El hombre moderno debe ser una síntesis
de […] el ingeniero americano, el filósofo alemán, el político francés, una
recreación del hombre italiano del Renacimiento, el tipo moderno de Leonardo da
Vinci, venido a ser hombre masa u hombre colectivo, pero manteniendo fuertemente
su propia personalidad y originalidad individual. Como ves, poca cosa”.
La propuesta de ley de educación que circula
estos días por España, como un chiste de humor negro más del ministro de turno,
no es otra cosa que una muestra de que la democracia está hoy en crisis, no
solo por la decadencia social existente, que ha transferido el poder a “entes”
incontrolables por la soberanía popular, sino también por la ausencia de
proyectos generales, definidos a largo plazo, sometidos a consenso y
condicionados por la participación social permanente. Para que se concreten estos
proyectos es necesario que existan ciudadanos con competencia política, capaces
de pensar, elegir, controlar. Sin estos presupuestos el sufragio universal se
reduce a mera apariencia, a un mercado en el que prevalecen los intereses
particulares, en el cual las élites (sean del color que sean) intervienen
manipuladoramente. Sin una escuela que forme ciudadanos, dotándoles de
conciencia cívica y de espíritu público, la política es pura administración,
los gobernantes forman una corporación y el pueblo es un niño fácilmente manejable,
ingenuo y hostil.
La escuela para todos ha sido, en nuestro
país, una de las grandes conquistas de finales del siglo XX. Esta escuela – a pesar
de sus “modernos” detractores – ha adquirido un carácter avanzado y coherente:
escuela pública, obligatoria y gratuita, unificada en sus programas básicos,
con garantía de libertad de enseñanza. Su objetivo no ha sido otro que eliminar
el analfabetismo social, ofrecer igualdad de oportunidades, en todos los
sentidos, y progreso cultural general. La escuela (incluso la superior), con
los peros que se le quiera poner, se ha democratizado en ese período.
Esta escuela pública y democrática quizá pecó
por sus contenidos. Redujo progresivamente la enseñanza de la lengua y la
cultura clásica, sin sustituirla por otra enseñanza renovadora de las lenguas
modernas, y no reforzó el estudio de la historia, de la filosofía, de la
economía, de la sociología, de la geopolítica, de la historia de la ciencia, de
la geometría analítica, de la física clásica. Se construyó una escuela “más
fácil”, generadora de un proletariado intelectual.
Esta incorrección curricular de la escuela pública
y democrática no es lo que trata de corregir la actual pomposa propuesta de “ley
orgánica de mejora de la calidad educativa” (LOMCE). La derecha, con su modelo
de escuela privada y confesional, no tiene capacidad de afrontar la mejora de
la escuela y no tiene interés alguno en hacerlo. No es capaz, porque ni
siquiera practica los valores fundamentales que siempre le han sido propios (dios,
patria y familia). No tiene interés en mejorarla, porque la escuela privada ya
produce el “tipo humano” que ella – la derecha - necesita para ejercer las
funciones propias del mando (eficacia, competición, beneficio) y dispone de una
televisión que forma consumidores y ciudadanos gregarios.