Uno de los principales achaques que padece hoy nuestro sistema educativo es la gestión de los centros públicos. La LODE, la LOGSE, la LOCE, la LOE…, es decir, los continuos cambios sufridos desde 1985 en el modelo del sistema y su respectiva falta de financiación adecuada, no son el único problema de la educación en nuestro país. Ni tampoco lo son los resultados, incomprendidos y manipulados, de los informes PISA.
Queremos reflexionar aquí sobre otra de las carencias que consideramos también clave: el factor gestión de los centros educativos públicos. Y hablamos de gestión integrando los componentes de corresponsabilidad e implicación por parte de los gestores y los gestionados.
El problema es que la mayoría de los gestores de los centros públicos no creen en ellos mismos – ni la administración educativa les permite creer - y en los posibles resultados de su acción. Casi siempre la gestión para ellos es sinónimo de “buscar la manera de que no haya problemas y, si los hay, que no salten las tapias del centro”. La ausencia de profesionalidad de dichos gestores es, posiblemente, la causa de su indolencia, pero no la única. Hay otras causas, como la ausencia de profesionalidad por falta de formación adecuada.
Desde la LODE, que sometía a la dirección de los centros a las decisiones de los consejos escolares, empezando por su elección, hasta la LOCE, que teóricamente da más participación a la administración educativa en dicha elección, valorando capacidades y méritos de los candidatos, se ha perdido veinte años para trabajar en la mejora de la gestión de los centros públicos. En realidad, bajo unas y otras reformas, tanto los consejos escolares, como la administración, han venido supeditándose a las decisiones de los claustros de profesores. Y éstos – insistimos, en la mayoría de los casos, aunque con honrosas y contadas excepciones -, actúan por filias y fobias. En cuántos centros no se ha escuchado, elección tras elección, frases como: “elegimos al menos apto, porque no nos creará problemas”, “me veo obligado a votar a X porque la alternativa que se ofrece es impresentable”. A esto hay que añadir que, en múltiples casos, ni el claustro de profesores, ni el consejo escolar, han tenido un candidato que les llevase a las urnas, siendo la administración quien, de modo subjetivo, se ha visto obligada a nombrar un director o directora a dedo, con todo el descrédito y la perversión del sistema que esto conlleva.
La clave está ahí: alguien que se ofrece, un candidato. Cuando alguien se ofrece, se trata, muchas veces, de candidatos con objetivos personales – tan primarios, a veces, como tener un complemento salarial -, no compartidos con la comunidad educativa. Candidatos cuya profesionalidad está muy lejos de ser la más adecuada para planificar un proyecto de gestión eficiente del centro y promover la elaboración de un proyecto educativo que responda a las necesidades de los alumnos y del entorno. Candidatos que han de ser capaces de poner en marcha después ambos proyectos y llevarlos adelante mediante un liderazgo efectivo, motivando, relacionándose con el entorno (padres, administración educativa, administración local, empresas, entidades cívicas…), conformando un equipo directivo que actúe como tal y - también es imprescindible -, sabiendo realizar una gestión eficiente de los recursos humanos. Hacer de jefe de personal no es un hecho denigrante, ni difícil, sólo hay que cumplir y hacer cumplir la normativa y actuar con transparencia.
Se trata, pues, de aplicar un modelo de dirección que aporte coherencia y cohesión a las actuaciones de los profesionales de la enseñanza (aquí incorporamos a profesores, psicólogos, asistentes sociales, educadores para la convivencia…), que asegure el éxito del proyecto educativo, que dé respuesta a las necesidades de los alumnos, que rinda cuentas ante éstos, sus padres y la sociedad, y que sepa aplicar adecuadamente la disciplina laboral.
Y la disciplina laboral de los enseñantes deja hoy mucho que desear. Mientras unos pocos atienden con profesionalidad su clase y sus alumnos, tienen que multiplicarse intentando mantener el orden y la disciplina de los alumnos que están bajo la responsabilidad de otros profesores que, a manera de avestruces, hacen como que la cosa no va con ellos. Y la disciplina laboral no se limita a atender adecuadamente a los alumnos y mantener el orden en el aula, va mucho más allá: es sinónimo de puntualidad, de no absentismo, de realizar las correspondientes reuniones y actividades propias de tutores, de trabajar en equipo, de cumplir el horario laboral asignado, de entrevistarse con y orientar la labor educativa de los padres… ¿Cómo se pueden realizar reuniones de departamento o de tutores a la hora del patio (sic)? ¿Qué seriedad y profesionalidad es esa? Y todo esto sin entrar en cómo se imparte la docencia y en la calidad de los contenidos que se transmiten, porque bajo la alfombra de la libertad de cátedra se esconde bastante pelusa. Aunque este tema merece reflexiones a parte.
Es evidente que, para que sea posible llevar a cabo una acción directiva como la que defendemos, la dirección de los centros públicos ha de contar con el apoyo de la administración; se le ha de revestir de autoridad y de autonomía en su gestión. Y, por supuesto, los centros – los directores - han de contar con los recursos de innovación tecnológica y organizativa que, sin duda alguna, ayudarían a salir de la actual precariedad del sistema educativo.
Ahora bien, en todos los casos, a una mayor autonomía corresponde una mayor corresponsabilidad, una mayor implicación de los beneficiarios. Competencia, motivación y proactividad son las claves. Y, lógicamente, un mayor seguimiento y control externos: de la administración y de la sociedad.