A lo largo de los años, las estadísticas escolares ponen en evidencia que un número muy elevado de jóvenes abandona o sale de la etapa obligatoria del sistema educativo sin ningún tipo de graduación, aunque los datos indican que algunos de éstos logran el diploma pasados los años. Sin embargo, esas cifras y porcentajes, aún siendo negativamente significativos, no son un problema. Tampoco lo es la delimitación del concepto mismo de abandono o fracaso, ni su adjudicación causal al alumno, a la escuela, al profesorado, a la familia, al entorno. El abandono o fracaso escolar sólo son síntomas de algo que no funciona.
Sin duda, podemos encontrar las razones del fenómeno en la conjunción de todos estos actores. Ciertamente, en el pasado reciente de abundancia económica los estudios, la graduación, no han sido conditiones sine quibus non para conseguir y garantizar un puesto de trabajo. Para muchas personas no merece la pena y no está justificado el esfuerzo que el estudio exige. La escuela y la formación no han sido percibidas, no lo son, socialmente – salvo por determinadas capas y sectores – como una necesidad para la inserción social y profesional.
Por otro lado, la prioridad institucional ha sido la cantidad no la calidad del sistema educativo-formativo, por mucho que se hable eufemísticamente de lograr su excelencia. La prioridad ha sido y es alcanzar las cotas de graduación que permitan hacer frente a las necesidades de la producción y de la actividad económica: se mercantilizan los títulos en tanto que se les pone como objetivo un valor de cambio. Es el mito de la adaptación de la formación y de la escuela (desde el parvulario a la universidad) a las demandas del entorno económico. ¿Dónde están ahora los puestos de trabajo para todos los graduados en enseñanza obligatoria, en bachillerato, en formación profesional, en carreras universitarias, de que dispone nuestra sociedad? Se ha dado prioridad, y eso era necesario, a la acogida, creando plazas escolares y de docentes, aumentando el número de aulas, aunque también se ha multiplicado innecesariamente el número de facultades universitarias. Se ha primado el paso de curso y de nivel, viéndose reducidas las tasas de repetición en primaria en detrimento de la secundaria, lo cual ha provocado el incremento del “fracaso” y el deterioro de la enseñanza postobligatoria y de la universitaria.
Hemos llegado de esta manera a considerar el abandono y el fracaso como un mal, pero como un hecho individual, que afecta a alguien situado fuera de la norma, que no ha sido capaz de superar la altura exigida del listón. Alguien que se convierte en multitud, pero que realmente no crea un problema en el sistema educativo. De hecho, a partir del inicio de la edad laboral, la contrariedad que este suceso comporta se deriva fuera del sistema educativo y se convierte en un inconveniente social al que se trata de dar solución con “garantías sociales” o, en todo caso, por medio de vías compensatorias que lo palian.
En realidad, se trata de algo más grave que el hecho de abandonar o fracasar. Es un síntoma de un fenómeno de amplio alcance, un producto político-social, encubado en las entrañas mismas de la escuela (y del instituto y de la universidad), de la familia, de la sociedad, de la actuación política. La acción o inacción de todas estas instituciones - utilizando la idea de buen número de sociólogos- crea los “desmovilizados” de la educación, que son “excluidos desde el interior mismo” del sistema. La desmovilización es a la vez la consecuencia (y causa no exclusiva) de la crisis social, de las carencias acumuladas por las políticas urbanas, de la dejación y el retroceso del papel del Estado en las instituciones y, concretamente, en la institución escuela, de la bonanza económica gestionada sin control (habrá que valorar a partir de ahora los efectos del actual tornado económico), del mercantilismo imperante, de la crisis de ciudadanía, de las fracturas familiares y sociales, de los fenómenos de exclusión social…
Como profesional de la educación me interesa sobre todo, pero no únicamente, la desmovilización que se produce en el corazón mismo de la escuela. ¿Cuál es su causa? Me atrevo a afirmar que la causa principal es el funcionamiento de la institución escolar y del sistema educativo en su conjunto – en resumen, de la política educativa -. La escuela tiende a la infantilización y la superprotección, por un lado, a la rigidez y la severidad, por otro. Oscila entre la exigencia y la flexibilidad, la tolerancia y la intransigencia. Duda entre la cercanía a las familias y al entorno y el alejamiento interesado. Todo ello, realizado al azar, sin criterio. El sistema y su estructura, complejos sin duda, tienen idénticas características, aunque tal vez habría que “adornarlos” con otras particularidades cuando se trata de su relación con los centros y el profesorado. Aquí, se balancean, con lamentables consecuencias, entre el abandono, la dejadez, la incuria, y la generación de limitados experimentos bien dotados, mimados, malcriados.
Insisto, con riesgo de ser tachado de cargante, y curándome en salud, que la responsabilidad de todos estos devaneos no está sólo en la escuela y en el sistema educativo. La familia y la sociedad en su conjunto también aportan su grano de arena.
¿Qué hacer, pues? Tenemos leyes y otras normativas claras y explícitas, disponemos de acuerdos estratégicos y de planes de acción, gozamos de programas y de estrategias europeas numeradas con cifras que corresponden a diferentes años, nos beneficiamos de fondos comunitarios millonarios…, todo ello para tratar de dar respuesta a la problemática. Respuesta que podemos convertir en proporcionar una segunda, y si es necesario tercera, oportunidad. Sólo falta voluntad y decisión para cumplir y hacer cumplir las múltiples leyes y normas, convertir en acciones reales los acuerdos y planes, ejecutar en tiempo y forma los programas y las estrategias marcadas, aplicar decidida y racionalmente, y en hora, los recursos financieros disponibles.
Tal vez haya que ir algo más allá, quizá sea imprescindible buscar soluciones a medida, indagar en las causas individuales del origen del abandono y del fracaso escolar; dar contenido y realizar seriamente la orientación escolar y profesional (la tutoría al uso no es sinónimo ni garantía de orientación); abrir realmente la escuela y al entorno social y económico; prevenir antes que curar.
Ahora bien, como he escrito en otros espacios, la solución del fracaso o abandono escolar prematuro sólo será posible si se consigue el éxito de la escuela y del conjunto del sistema educativo y esto sólo se conseguirá si se logra el éxito de los escolares. Para ello, y en primer lugar, el sistema debe tener muy presente las diferentes tipologías de alumnado que habita la escuela, desde el alumno individualista (“de profesión alumno”) al alumno integrado (la escuela es un espacio social organizado, dotado de valores), desde la alumna laboriosa (la escuela es, ante todo, una dificultad que hay que superar para lograr un trabajo) a la alumna conflictiva (sin identificación con la escuela, que construye su identidad fuera del medio escolar). A todos ellos, la escuela ha de ofrecerles soluciones específicas.
Complementariamente, el éxito de la escuela y de los escolares debe fundamentarse en el éxito del profesorado, que no trabaje aisladamente sino en equipo. Un profesorado que goce de múltiples saberes, capacidades y competencias, que sea educador e investigador; que sea, en fin, un líder del aprendizaje. Un profesorado que requeriría de ayuda y de control. Apropiándonos de palabras de la UNESCO, podemos afirmar que el profesorado nunca es el problema, en él está la solución.
Asimismo, es imprescindible para el éxito de la escuela, de los escolares y del profesorado, el éxito de las familias: colaboradoras y complementarias. Familias que no abandonen a sus hijos en la escuela, que no mediaticen los valores, los aprendizajes, los estilos educativos y las capacidades que trasmite la escuela. El éxito de la escuela reclama también el éxito de la sociedad: que redefina su papel en relación con la escuela; que asuma que ésta no puede hacer frente a todas las necesidades que ella misma genera.
Finalmente, para que todos ellos tengan éxito, es necesario el éxito de la política educativa: que acelere y aumente las inversiones, como la mejor manera de trasladar a la población en su conjunto la urgencia de dar prioridad a la formación y la educación; que potencie la imagen de la educación como política y servicio público; que se implique decididamente en la mejora del rendimiento del alumnado; que actúe de manera resuelta en la motivación del profesorado; que cumpla con calidad y “justo a tiempo” sus obligaciones de dirección, gestión y supervisión.