Lisboa 2000 consagró un lema que, durante al menos siete años, generó reflexiones, expectativas y chorros de tinta: “hacer de Europa la más competitiva y dinámica economía del mundo basada en el conocimiento”. Dejando a un lado la finalidad meramente mercantil con que se expresa este objetivo, y superado el primer decenio posterior a la citada cumbre europea, uno viene a preguntarse qué ha pasado: “¡dónde está, no se ve, la Europa del saber!”. Podemos ponerle música, utilizar un megáfono potente y salir en manifestación a proclamarlo a los cuatro vientos.
La economía del conocimiento debía dotar a Europa – y no olvidemos que España y cada una de sus comunidades autónomas forman parte de esa Europa – debía dotarla, digo, de crecimiento y fulgor. Es evidente que para que se produzca ese tipo de economía es preciso crear conocimiento. Lógicamente, las actuales políticas de austeridad presupuestaria no facilitan las cosas y, durante la pasada etapa de esplendor económico, se estuvo tan ciego que tampoco se mejoraron las dotaciones financieras en el ámbito de la educación. Como es sabido, en los últimos diez años, España, en su conjunto y en sus partes, ha ido perdiendo diferencial, en lo que a inversiones educativas se refiere, en relación con el resto de países de la Unión y de la OCDE.
Por otro lado, la Europa del conocimiento debía generar crecimiento económico hasta alcanzar el pleno empleo, pues, según predicamos machaconamente, el camino de cada uno en el sistema educativo determina en gran medida el trabajo o trabajos que se van a ocupar a lo largo de la vida, así como las condiciones laborales en que se desarrollarán esos trabajos. Sin embargo, ¿con qué nos encontramos actualmente?: casi uno y medio de cada cuatro jóvenes está sin trabajo, sean iletrados, graduados en formación profesional o licenciados. ¿Cuántos y cuántas de los dos y medio restantes, incluso con un doctorado bajo el brazo, trabajan como teleoperadores o en las cajas de los supermercados?, ¿cuántos y cuántas conducen un taxi, reparan ordenadores a domicilio, cuidan de niños o personas mayores, reparten pizzas, son vigilantes de seguridad o mozos de cuadra? ¿Y cuántos y cuántas cobran en negro, sin derecho a cobertura social alguna salvo la general?, ¿cuántas y cuántos de estos jóvenes ni siquiera llegan a ser mileuristas?
¿Acaso este panorama no contribuye también al abandono escolar?, ¿cuántos chicos y chicas jóvenes consideran que el estudio no aporta valor añadido alguno a sus vidas? No lo sé. Ciertamente, aún no existen investigaciones que respondan a estas preguntas, sin embargo las últimas cifras publicadas por la Comisión Europea (31 de enero de 2011) nos dan algunas pistas. Uno de cada cinco jóvenes europeos de 15 años es analfabeto y uno de cada seis abandona la escuela sin graduarse en la enseñanza obligatoria. El caso de los jóvenes españoles es, junto con portugueses y malteses, el más lacerante.
Delante de todo este panorama, las Comunidades Autónomas españolas, en parte apretadas y constreñidas por el gobierno del Estado, están consolidando una línea de actuación no sólo ciega sino, ciertamente, escandalosa y obscena: la reducción de los presupuestos dedicados a la educación. Unas, recortan los recursos destinados al gasto ordinario de los centros (agua, gas, calefacción…); otras, no sustituyen al profesorado enfermo; las más, reducen la oferta pública de empleo en el sector. Quizá sea conveniente que salgamos a las calles y plazas y gritemos, megáfono en mano, “¡dónde está, no se ve, la España del saber!”.
Claro que, además de cargar el muerto a nuestros gobernantes, los españolitos tendríamos que mirarnos en el espejo. Quizá rasgarnos las vestiduras y buscar chivos expiatorios no sean las únicas soluciones al panorama educativo que tenemos delante. Quizá sea urgente que volvamos a implicarnos. Tal vez debamos, de una vez por todas, tomar conciencia individual y colectiva de que hay responsabilidades compartidas y una de ellas es la educación.