Perder el trabajo y no encontrar uno nuevo es una experiencia por la que pasan hoy millones de personas en España. En este país, el fenómeno de los “sin trabajo” está llegando al acabose. Había trabajo y no lo hay, ha desaparecido, se ha acabado. Es más, se ha esfumado. De pronto, pasó como si hubiéramos vivido una ilusión. El casi-pleno empleo vino a visitarnos, nos guiñó el ojo durante algunos años. Permitió que comprásemos casas y coches, que fuésemos al gimnasio a marcar tipo, que visitásemos lugares exóticos, que aspirásemos a viajar al espacio exterior.
Ahora, todo eso queda en manos de unos pocos. De aquellos que nunca esperaron un empleo porque nacieron empleados. Como papá, el abuelo, la bisabuela, la tatarabuela, nacieron empleados. Dedican su tiempo a contemplar como crece la simiente de la renta, mientras otros la plantan, la riegan, la podan y recogen el fruto. Ellos sólo tienen que apropiarse del producto final, la venta o el trueque del fruto, y disfrutar con un ace, un birdie, un passing shot.
Ellos, mientras tanto imparten el dogma y piden fe al resto de los mortales. Como sumos sacerdotes de cultos oscuros, manejan a su antojo la riqueza que producen los otros, los que nada tienen por origen y que, si consiguen algo, lo deben a su trabajo, esfuerzo, sudor y lágrimas. Pero a estos no les está permitido tener fe.
Estos solo tienen una salida: acabar con el dejar-hacer del que se aprovechan aquellos. Los precarios, los sin porvenir, los que pierden la fe en el presente y en el futuro, los que mensualmente contribuyen con buena parte de su salario a aportar recursos al Estado que luego son entregados de manera dispendiosa a los usureros y amasadores de fortuna, los que han contribuido durante años a crear un fondo que ahora solo les ofrece una pensión cada vez más reducida, las mujeres que han levantado familias de productores sin que su esfuerzo y dedicación sea reconocido… Todos ellos mantienen silenciosamente el sistema del dejar-hacer que disfrutan los otros.